Sube
un escalón. Sube otro. Sube uno más. Sostiene un bidón repleto de nafta con la
mano derecha. Descubre un cuadro pequeño con el rostro de su madre colgado,
algo torcido, sobre la pared desteñida de humedad. El semblante de la imagen
muestra una mujer joven, fresca, sonriente. Piensa en la palabra perdón. Camina
por el pasillo de alfombra bordó, hacia su habitación. La luz anaranjada e
intensa de atardecer veraniego se refleja en algunos trofeos de golf pequeños,
amontonados sobre los estantes. Riega sus recuerdos más lejanos: además de los
reconocimientos bronceados, varios libros de arquitectura y dos o tres fotos en
donde se destaca su ceño fruncido. Empapa la cama deshecha, los estantes de
madera, la alfombra bordó. Sale.
Atraviesa
el pasillo en dirección opuesta. Saltea el baño. Se detiene antes de entrar a
la otra habitación. Piensa en los dos a los que albergó en ese cuarto. Siente
los dientes apretados, el puño izquierdo cerrado, el derecho aferrado al bidón.
Respira. Se decide y avanza. Cruza el marco de la puerta abierta. Aprieta la
tecla de la luz pero el espacio se mantiene en penumbras. Con los ojos
entrecerrados descubre más fotos. Adivina rostros sonrientes, despreocupados,
como si nada malo les fuese a pasar. Recuerda la tarde en que les abrió la
puerta de esa misma casa. Recuerda el terror tatuado en cada gesto de sus caras
y las palabras exactas con las que su madre agradeció su actitud. Lo que no
recuerda es el día en que ambos se fueron, sin siquiera avisarle. Mientras
humedece las dos camas con sábanas a rayas, siente envidia por los caminos que
ambos construyeron, tan diametralmente opuestos al suyo: familias alegres,
trabajo acotado, tiempo para viajes y placeres. Entiende que ambos supieron
relacionarse con el riesgo de manera ágil, dinámica, liviana. De su constante
preocupación por la seguridad sólo hizo un poco de dinero, cuyo valor ahora
resulta nulo.
Sale
de la habitación con pasos apurados. Baja las escaleras. Cada dos o tres
escalones derrama un poco de líquido. Se detiene antes de llegar a la planta
baja. Observa las paredes del living adornadas con títulos, certificaciones y
algunas fotos de marcos dorados en donde se ve a sí mismo alegre, hipócrita,
abrazado a distintos vecinos. Piensa en la empresa que fundó, ahora quebrada.
Empleados en la calle y deudas que nadie pagará. Recuerda el instante en que el
primer vecino le pidió que mejorara la seguridad de su hogar. Luego los
encargos fueron por construcciones completas. La presencia constante e invisible
del Innombrable obligaba a que todos los vecinos reforzaran sus hogares. Los
años pasaron y los cimientos con su sello se levantaron en casi todas las
manzanas del pueblo. Hasta que todo se derrumbó.
Ahora,
mientras camina hacia la cocina, le resulta insoportable asumir que el monto de
temor que infundía aquella presencia monstruosa era directamente proporcional
al aumento de sus cuentas bancarias. Hasta el día en que el Innombrable se fue
del pueblo, ya sin casas vulnerables para derribar. Le genera náuseas la idea
de sentirlo cómplice. Respira. El aroma dulce del combustible lo despierta de
ese cúmulo de recuerdos confusos, viscosos.
Es
mejor quemarse que apagarse lentamente, se dice. El líquido que derrama con
paciencia sobre su cabeza, cae espeso y frío sobre los hombros, hasta humedecer
los dedos de los pies descalzos. Inhala urgencia, exhala despedida,
adiós. Sonríe por última vez cuando ve la carta que él mismo escribió hace
pocos minutos, apoyada sobre la mesada de madera. La chispa del fósforo entre
los dedos será lo último que vea. Lo demás, la paradoja de destruirse junto a
todo aquello que construyó.
No hay comentarios:
Publicar un comentario