miércoles, 30 de noviembre de 2016

Ocaso de un cerdo capitalista | Intertextualidad



Sube un escalón. Sube otro. Sube uno más. Sostiene un bidón repleto de nafta con la mano derecha. Descubre un cuadro pequeño con el rostro de su madre colgado, algo torcido, sobre la pared desteñida de humedad. El semblante de la imagen muestra una mujer joven, fresca, sonriente. Piensa en la palabra perdón. Camina por el pasillo de alfombra bordó, hacia su habitación. La luz anaranjada e intensa de atardecer veraniego se refleja en algunos trofeos de golf pequeños, amontonados sobre los estantes. Riega sus recuerdos más lejanos: además de los reconocimientos bronceados, varios libros de arquitectura y dos o tres fotos en donde se destaca su ceño fruncido. Empapa la cama deshecha, los estantes de madera, la alfombra bordó. Sale.
Atraviesa el pasillo en dirección opuesta. Saltea el baño. Se detiene antes de entrar a la otra habitación. Piensa en los dos a los que albergó en ese cuarto. Siente los dientes apretados, el puño izquierdo cerrado, el derecho aferrado al bidón. Respira. Se decide y avanza. Cruza el marco de la puerta abierta. Aprieta la tecla de la luz pero el espacio se mantiene en penumbras. Con los ojos entrecerrados descubre más fotos. Adivina rostros sonrientes, despreocupados, como si nada malo les fuese a pasar. Recuerda la tarde en que les abrió la puerta de esa misma casa. Recuerda el terror tatuado en cada gesto de sus caras y las palabras exactas con las que su madre agradeció su actitud. Lo que no recuerda es el día en que ambos se fueron, sin siquiera avisarle. Mientras humedece las dos camas con sábanas a rayas, siente envidia por los caminos que ambos construyeron, tan diametralmente opuestos al suyo: familias alegres, trabajo acotado, tiempo para viajes y placeres. Entiende que ambos supieron relacionarse con el riesgo de manera ágil, dinámica, liviana. De su constante preocupación por la seguridad sólo hizo un poco de dinero, cuyo valor ahora resulta nulo.
Sale de la habitación con pasos apurados. Baja las escaleras. Cada dos o tres escalones derrama un poco de líquido. Se detiene antes de llegar a la planta baja. Observa las paredes del living adornadas con títulos, certificaciones y algunas fotos de marcos dorados en donde se ve a sí mismo alegre, hipócrita, abrazado a distintos vecinos. Piensa en la empresa que fundó, ahora quebrada. Empleados en la calle y deudas que nadie pagará. Recuerda el instante en que el primer vecino le pidió que mejorara la seguridad de su hogar. Luego los encargos fueron por construcciones completas. La presencia constante e invisible del Innombrable obligaba a que todos los vecinos reforzaran sus hogares. Los años pasaron y los cimientos con su sello se levantaron en casi todas las manzanas del pueblo. Hasta que todo se derrumbó.
Ahora, mientras camina hacia la cocina, le resulta insoportable asumir que el monto de temor que infundía aquella presencia monstruosa era directamente proporcional al aumento de sus cuentas bancarias. Hasta el día en que el Innombrable se fue del pueblo, ya sin casas vulnerables para derribar. Le genera náuseas la idea de sentirlo cómplice. Respira. El aroma dulce del combustible lo despierta de ese cúmulo de recuerdos confusos, viscosos.

Es mejor quemarse que apagarse lentamente, se dice. El líquido que derrama con paciencia sobre su cabeza, cae espeso y frío sobre los hombros, hasta humedecer los dedos de los pies descalzos. Inhala urgencia,  exhala despedida, adiós. Sonríe por última vez cuando ve la carta que él mismo escribió hace pocos minutos, apoyada sobre la mesada de madera. La chispa del fósforo entre los dedos será lo último que vea. Lo demás, la paradoja de destruirse junto a todo aquello que construyó.

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