La llamada que recibí esta tarde fue
decisiva.
Me acuesto en la cama a mirar televisión,
alguno de esos programas como los que pasan en el canal “Comedy Central”, me
podría distraer, lo necesito, tengo que relajar, boludizar mi mente, sacarme de
este día agitado. Pero, la llamada, dictó la sentencia. Me estiro y me encojo sobre el cubre cama de
lana que tejió mí tía Bertha. Aquel que me recibí como regalo de despedida, el
día que cumplía dieciocho años. Pienso en mi infancia, ahora, el día que me iba
del pueblo, parece tan cerca, hice lo que estaba planeado lo que hacen todos
los chicos a mi edad en los pueblos, me vine a la fría ciudad de San Carlos de
Bariloche, si hubiera sabido que giro darían las cosas... Con este tejido, mi
tía, tuvo uno de los gestos que más le recuerdo. Eso y los buñuelitos, que
preparaba en una olla inmensa de metal algo manchada y machacada, eran mis
imágenes ahora. ¡Que deliciosos buñuelos! les rociaba tanta
azúcar que los mates después, eran riquísimos. No me gusta el mate amargo, pero
así, los pasaba con gusto. Preparaba los buñelitos para mí y mis cuatro
hermanos menores, mientras cantaba canciones de Ana Belén y Maria, Elena Walsh.
Esas cosas siempre se recuerdan, no sé porque la vida es tan selectiva con los
recuerdos. Mientras me estoy hundiendo, observo esta casa, “la comodidad del
hogar”, entre estas cuatro paredes con alguna marca de humedad en el techo,
todo me resulta indiferente, estas paredes y su tono tristemente gastado de un
ex amarillo clarito, me resultan extremadamente insípidos, sin sabor, como casi
todo lo que me queda en esta vida. Si pienso en mis sueños, en lo que imaginé y
en el lugar en el que estoy, volvería todo a cero, empezaría de nuevo, pero,
¿para qué? Es demasiado tarde para amar la vida.
La llamada casi se me corta, tal vez
hubiese sido mejor, pero no, voy a levantarme de la cama de un salto y me pego
tremendo golpe en la canilla. ¿Donde dejé el teléfono celular?, creo que lo
dejé sobre la mesita de la sala. La que está junto a la puerta de entrada,
frente a la ventana de la cocina. Esa ventana siempre me mantiene la casa
iluminada, tendría que limpiarle los cristales, creo que no los limpio hace
como un mes. El teléfono suena y no lo
atiendo al primer tono, ni tampoco al segundo…perdido en estos divagues, cuando
atiendo, del otro lado solo se oye el silencio, una habitación vacía. ” La
llamada decía privado”, puedo escuchar el ambiente del otro lado, se oye un
aire que suena pero no sopla, se percibe alguien del otro lado, y si el estaba
ahí. Primero, interrumpe el silencio una respiración y, a continuación, casi inmediatamente, la voz
del hombre. El estaba ahí, ahora
hablando en mi oído, con una voz gruesa, en ese momento lo supe, la
confirmación llegó. Su voz ágilmente, avanza en mí, mientras tiemblo. A pesar
de mi, me toma, me paraliza, el cuerpo casi no responde, intento sostenerme. Pero caigo sin fuerza
sobre el sillón. Las sensaciones son muchas, profundas, quiero arrancármelas del cuerpo,
siento que para sacarlas tengo que destrozarme la piel, la voz calla, se
produce un silencio largo, hondo, profundo, no contesto enseguida, luego casi
sin voz, digo gracias, y corto la llamada, me quedo estupefacto, observando el
teléfono, con los ojos inmóviles, la pantalla comienza suavemente a perder luz,
hasta que se apaga, mientras tanto, veo varias notificaciones del wathsapp,
imagino a cuantas personas les voy a deber una charla, una disculpa, un por qué.
Me observo a mí. Un momento mágico me desprende de mi cuerpo. Se crea en mi mente
una escena irreal, en donde me veo por sobre mi cabeza, como si fuera otra
persona la que observo, me veo con los ojos fijos en la pantalla del teléfono
sin luz. Guardo el teléfono en el bolsillo de mi pantalón de jean, pero el
bolsillos está bastante apretado. Hago fuerza para introducirlo, pero se topa
con la billetera. Me cuesta meter el teléfono enseguida, en el otro no lo puedo
guardar porque tengo las llaves y, me rayan la pantalla del celular. ¿Cómo
puedo pensar estas cosas cotidianas en un momento así? Me tomo unos segundos y
lo guardo con algo de energía que me apareció repentinamente. Estoy ido, como
si no sintiera nada. El dorso de mi mano acaricia la pared. Con la otra mano,
me tapo los ojos, rasco mi frente, me inclino hacia adelante. Por dentro, la angustia,
me toma la garganta, me aprieta, me asfixia, me cuesta tragar. Tengo frio,
estoy sudando, entra un chiflete terrible, por debajo de la puerta de madera
enchapada. Aprieto los dientes, me duelen las encías, tengo gusto a sangre en
la boca, me duelen los labios de tanto arrancarme las pielcitas muertas. Mi estómago
se cierra, justo un poco por encima del ombligo y, por debajo del esternón. La
mano en la pared se siente pesada, endurecida, los dedos me sudan. Apoyo la
cabeza sobre mis brazos, el pelo cae por encima de estas, estoy tan cansado,
hondamente agobiado, pero no brotan lágrimas, ni una. No sé cómo se llora. No sé
llorar, sacar gotas de sal, dejarlas correr por mis mejillas, inundar mis
pestañas, desbordarlas, mojar mis manos, salar mis labios, mezclarlos con
mocos. ¡Qué utopía es para mí, un llanto desconsolado! Eso sería reparador, tal
vez, me sanaría, quitaría un poco de esta carga, expulsaría de mi pecho el
dolor, como si fuera el dolor tan solo burbujas, pequeñas gotitas. Ah, quién
pudiera abrir así los pulmones, jadeando, eufórico, orgulloso de su llanto,
como los niños que lo hacen frente a un espejo, acompañando las lagrimas que
bailan en el aire hasta estrellarse con el piso, con esos gritos desconsolados,
entrecortando el hilo de voz que se le escapa al llanto y el llanto que se
escapa de las malas noticias.
Voy a preparar la cuerda con la que me voy
a colgar. Hace cinco días esperaba este momento. Desde que me dieron la noticia
y ahora la confirmación, se alzó la barrera. Agarro las llaves y, abro la
puerta, me voy al supermercado, tengo que comprar algunas cosas. El ascensor
tarda una eternidad, así que resuelvo bajar corriendo los dieciséis escalones
de cada uno de los catorce pisos. Me cruzo al encargado, me ve agitado y me
hace un chiste, pero no hago caso. Salgo a la calle, el sol me pega como un
puño en la cara. En el supermercado de la esquina voy a poder comparar una
botella de whiskey, el mejor que encuentre, total va a ser el último, no me
debería preocupar más por la guita, hoy voy a necesitar unos cuantos tragos.
Entro derecho, como caballo, sin mirar a nadie, veo las botellas de whiskey,
frente a la góndola de vinos. Agarro un White Hourse y le doy un trago ahí
mismo. No me gusta, lo dejo. Pruebo un Jack Daniel´s, le doy un trago, un poco
mejor pero, tampoco me gusta… ¿a ver el Red Label? Bueno, este sí, ya estoy
medio borracho, la suerte de ser flaquito, me pega enseguida, la tercera es la
vencida, me lo llevo.
En la ferretería del Easy tienen de todo,
menos whiskey. Sus góndolas inmensas, con hermosas y variadas opciones de
cuerda me tienen… fabulosamente apasionado. Mientras paseo la mirada por cada
una de las posibles opciones, vislumbro mi desenlace. Cuerdas muy rasposas… las
descarto enseguida, después, otras muy finitas, dudo que puedan resistir el
peso o temo, que puedan ser demasiado filosas y que, por la velocidad de mi
caída, directamente pudieran sacarme la cabeza, cortarme el cuello en dos, no
quiero eso…aunque la verdad, ¡qué importa!, pero bueno, no es tanto por mí, es
por los demás, por el que me encuentre, bah. Finalmente opto por la clásica.Ya
había tomado las medidas, me parece recordar que con dos metros de soga es más
que suficiente, vivo en una de esas casas…jajaja… me causa gracia reconocer que
vivo mientras planeo mi muerte. Como decía, vivo en una de esas casas que tienen
techos altos y bigas al estilo New York City, como se puede ver en algunos Starbucks
másomenos clásicos de Buenos Aires…que rico sería tomarse un café. Sale caro,
pero total no voy a precisar dinero en los próximos… ¿milenios?
No encuentro un puto empleado para que me
corte la cuerda. El mundo del autoservicio me tiene podrido. Hace que uno se
mueva por laberintos de productos, eligiendo, como si no tuviera que pagar nada
y al final, cuando se decide por algo concreto, no hay nadie que venga en tu
auxilio… ¡nadie! Jajajajajaja!!! Como en la vida. La vida es un autoservicio,
con suerte alguien te presta un poco de atención. Pero solo hasta que pagás y
te vas. Eso voy a hacer, pienso: ya pagué, ahora me voy. Pero nadie me corta la
cuerda y se hace tarde para pensar en otra forma de salida…
Vuelvo a la cama, fracasado, sin la cuerda,
y con la esperanza absurda de que la ineptitud de los empleados del Easy, haya
sido una señal. ¿Y si mañana recibo otra llamada que desmiente la anterior? Me
duermo, hundiendo la cara en el almohadón de gamuza y, me invade un intenso
olor a buñuelos.
Giorgos Capodistrias