viernes, 24 de febrero de 2017

Random: instrucciones para escuchar al nuevo Charly García


Pablo Ruocco

Asumo que hace algunos días que sentía una impaciencia adolescente, esa que suele conectar a los fans con su artista (me asumo fan de Charly García y desde ahí escribo).

Sabía que hoy, 24 de febrero, iba a estar disponible su nuevo disco, Random. Por suerte (¡?) las actuales plataformas digitales evitan que se expanda la ansiedad más allá de las exactitudes del reloj: ya no es necesario caminar por disquerías obsoletas o “mundos de música” cada vez con menos discos en donde años atrás, cada vez que salía un disco anhelado, las respuestas de quien atendía se repetían: “todavía no lo tenemos, tal vez en unos días…”. Hoy fue distinto: como si supiera o entendiera mi espera urgente, mi hija de cuatro meses amaneció 6.15 am, ofreciéndose como compañera entusiasta para la primera escucha. Para mejor, la mañana se presenta con niebla, densa, gris. Escenografía perfecta para potenciar la experiencia.

Acomodé a mi hija en su sillón para bebés, me dispuse cerca de ella. Mi intención era compartir con ella la escucha de un disco, experiencia cuasi extinta en la actualidad. Y la música empezó a rodar… Un racimo de diez canciones bien diversas, bien García: ritmos definidos y potentes, melodías de guitarras y pianos (y sintetizadores) que se balancean entre lo ameno y lo amenazante; el bajo siempre presente, ladero, sostén. Y él: instrumento en sí mismo, cuya orquesta de cuerdas, teclas y parches bailan, desprolijos, sobre una pista que conoce a la perfección. Conforme pasan los temas, emergen citas (melódicas y textuales) a Kubrick (Ella es tan Kubrick), a los Beatles (Mundo B), a The Byrds (Believe); canta sobre Hitler, Tinelli, Jesús y el Papa con igual desparpajo. Una muestra precisa del gen García: alguien que de lo cotidiano hace arte. De sus variopintas experiencias de internación hace poesía con aires de los años 70 (Primavera), a partir de un problema entre vecinos, típico de programas de tv (Rivalidad) logra un manifiesto digno de leer en cualquier reunión de consorcio, en donde parece reírse y trascender la mediática grieta (“viva la rivalidad”); incluso cuando se pone naif al referirse a los Amigos de Dios, logra un tono ácido, irónico, hasta por momentos humorístico para decir de una manera elevada, hermosa, lo que muchos pensamos (y decimos, de modo mucho más vulgar) de los pastores televisivos. 

Promediando el disco – al menos en la primera escucha ordenada, obediente al orden propuesto – aparece una díada de canciones exquisitas: Otro y Lluvia. Dos composiciones que condensan los extremos del universo García. La primera, un rock mid-tempo furioso, con insultos, referencias al fascismo y al psicoanálisis en igual dosis. Con un trasfondo pessoano (“yo es otro”), construye un juego de espejos enfrentados que multiplican al infinito las versiones de sí mismo. De inmediato, “Lluvia” viene a – paradójicamente – calmar las aguas: “ya vez, amanece otra vez / por eso es que hoy llovió”. En donde las melodías amables alla Sui Generis hablan del sol, la lluvia, el amanecer y esas paradojas cotidianas “ya ves que no te puedo dejar / las cosas que vos querés”.     


Conforme se acerca el final del disco, yo también camino por territorios bien distintos aunque igual de imprecisos: me emociono por compartir con mi hija el material nuevo de uno de mis ídolos musicales, también me enojo por sentir cierto exceso de photoshop sonoro en su voz; finalmente me siento satisfecho: de la experiencia García uno nunca sale igual que como entró. Promediando el último tema, “Mundo B”, la niebla que se sostiene afuera parecería coincidir con los tonos predominantemente densos, espesos, que componen un clima sonoro exquisito con referencias textuales a The Beatles. Suena la alarma con la que me tendría que haber despertado. Mi hija se durmió, yo siento que mi día ya valió la pena. “Random no es cualquier cosa”, reza Charly con la simpleza del sentido común y la profundidad de quien construye conceptos e ideas casi sin darse cuenta. Yo le hago caso. Pienso que el nombre del disco contiene una instrucción: no importa el orden, la música – al menos la suya - no obedece a linealidades. Dispongo función shuffle y el disco vuelve a sonar.  El mismo, pero de otra manera. Tan igual a sí mismo como diferente. Como Charly García. 

miércoles, 30 de noviembre de 2016

Ocaso de un cerdo capitalista | Intertextualidad



Sube un escalón. Sube otro. Sube uno más. Sostiene un bidón repleto de nafta con la mano derecha. Descubre un cuadro pequeño con el rostro de su madre colgado, algo torcido, sobre la pared desteñida de humedad. El semblante de la imagen muestra una mujer joven, fresca, sonriente. Piensa en la palabra perdón. Camina por el pasillo de alfombra bordó, hacia su habitación. La luz anaranjada e intensa de atardecer veraniego se refleja en algunos trofeos de golf pequeños, amontonados sobre los estantes. Riega sus recuerdos más lejanos: además de los reconocimientos bronceados, varios libros de arquitectura y dos o tres fotos en donde se destaca su ceño fruncido. Empapa la cama deshecha, los estantes de madera, la alfombra bordó. Sale.
Atraviesa el pasillo en dirección opuesta. Saltea el baño. Se detiene antes de entrar a la otra habitación. Piensa en los dos a los que albergó en ese cuarto. Siente los dientes apretados, el puño izquierdo cerrado, el derecho aferrado al bidón. Respira. Se decide y avanza. Cruza el marco de la puerta abierta. Aprieta la tecla de la luz pero el espacio se mantiene en penumbras. Con los ojos entrecerrados descubre más fotos. Adivina rostros sonrientes, despreocupados, como si nada malo les fuese a pasar. Recuerda la tarde en que les abrió la puerta de esa misma casa. Recuerda el terror tatuado en cada gesto de sus caras y las palabras exactas con las que su madre agradeció su actitud. Lo que no recuerda es el día en que ambos se fueron, sin siquiera avisarle. Mientras humedece las dos camas con sábanas a rayas, siente envidia por los caminos que ambos construyeron, tan diametralmente opuestos al suyo: familias alegres, trabajo acotado, tiempo para viajes y placeres. Entiende que ambos supieron relacionarse con el riesgo de manera ágil, dinámica, liviana. De su constante preocupación por la seguridad sólo hizo un poco de dinero, cuyo valor ahora resulta nulo.
Sale de la habitación con pasos apurados. Baja las escaleras. Cada dos o tres escalones derrama un poco de líquido. Se detiene antes de llegar a la planta baja. Observa las paredes del living adornadas con títulos, certificaciones y algunas fotos de marcos dorados en donde se ve a sí mismo alegre, hipócrita, abrazado a distintos vecinos. Piensa en la empresa que fundó, ahora quebrada. Empleados en la calle y deudas que nadie pagará. Recuerda el instante en que el primer vecino le pidió que mejorara la seguridad de su hogar. Luego los encargos fueron por construcciones completas. La presencia constante e invisible del Innombrable obligaba a que todos los vecinos reforzaran sus hogares. Los años pasaron y los cimientos con su sello se levantaron en casi todas las manzanas del pueblo. Hasta que todo se derrumbó.
Ahora, mientras camina hacia la cocina, le resulta insoportable asumir que el monto de temor que infundía aquella presencia monstruosa era directamente proporcional al aumento de sus cuentas bancarias. Hasta el día en que el Innombrable se fue del pueblo, ya sin casas vulnerables para derribar. Le genera náuseas la idea de sentirlo cómplice. Respira. El aroma dulce del combustible lo despierta de ese cúmulo de recuerdos confusos, viscosos.

Es mejor quemarse que apagarse lentamente, se dice. El líquido que derrama con paciencia sobre su cabeza, cae espeso y frío sobre los hombros, hasta humedecer los dedos de los pies descalzos. Inhala urgencia,  exhala despedida, adiós. Sonríe por última vez cuando ve la carta que él mismo escribió hace pocos minutos, apoyada sobre la mesada de madera. La chispa del fósforo entre los dedos será lo último que vea. Lo demás, la paradoja de destruirse junto a todo aquello que construyó.

sábado, 26 de noviembre de 2016

Se fue Fidel, quedó Cuba: tristeza, son y ron | Resonancia


Hoy me siento un poco triste.
Y me acordé de una imagen. Esta foto la saqué yo. Estuve ahí, no me lo contaron, no lo leí en un diario. 
De ese viaje volví con la sensación nítida y respetuosa de que es muy difícil opinar de una dinámica político-económica tan distante y diferente de la nuestra.
Lo que sí puedo decir es que me encontré con un pueblo que sonríe, con niños saludables y de un nivel educativo envidiable. Caminé por calles donde la música se respiraba a cada paso, conocí cubanos pobres, otros - dedicados al turismo - con más dinero: todos orgullosos de su patria.

Hoy me siento un poco triste.
Y me es imposible reducir la complejidad de un proceso histórico por el cual discurre un país a binomios simplistas como "bueno-malo".
Lo que sí puedo decir es que me sentí seguro, cuidado, respetado, incluso admirado y querido (por mi condición de argentino). 
Cuba es un país hermoso, cálido, potente y contradictorio. Con habitantes dulces, curiosos, anfitriones del mundo.

Hoy me siento un poco triste.
Y pienso que Fidel Castro era uno de esos seres humanos que trascienden las fronteras y las épocas. Y que si tanta gente - como yo - se enorgullece de haber transitado esas geografías, si tantas personas - como yo - reconocen sus ideas, si tantos cubanos agradecen sus acciones de gobierno, el mundo entero le debe un reconocimiento en forma de despedida. Por hacer de esa porción de planeta, un lugar mejor.

Mientras escribo, la tristeza se va mezclando con recuerdos de son y ron. Entonces, ya no es tristeza; es orgullo. De haber conocido un lugar llamado Cuba.

Cuando se cita a Eduardo Galeano, poco queda por agregar: "Y sus enemigos no dicen que esa hazaña fue obra del sacrificio de su pueblo, pero también fue obra de a tozuda voluntad y el anticuado sentido del honor de este caballero que siempre se batió por los perdedores, como aquel famoso colega suyo de los campos de Castilla".

Foto de Mayo 2011 - IX Congreso Iberoamericano de Psicodrama; La Habana, Cuba

martes, 22 de noviembre de 2016

Subsuelo y tesoros | Cuento


2º Premio en Narrativa del 6º Concurso Literario "Blanca López de Viglione" 2016, 
Municipalidad de Esteban Echeverría 

Karina baja por la escalera hacia el subsuelo. Demora un segundo en pasar de un escalón a otro. Lo hace con firmeza, tranquila. La rutina de dicho ejercicio le fue dando seguridad al momento de transportar los frascos desde la planta baja de su casa. Sostiene dos recipientes con la mano izquierda. Con la derecha activa la tecla de la luz. El tubo parpadea tres veces hasta encenderse de modo permanente. Se detiene y respira por la boca antes de dirigirse hacia los estantes de metal, en donde otros frascos –de distintos tamaños, según el contenido lo requiera– se encuentran ordenados en hileras perfectas. En principio, según sus etiquetas: los nombres de los cuatro integrantes de su familia. Después, según tamaño. En un estante aparte, sobre la única pared de ladrillo a la vista, se ubican los etiquetados con la palabra “excepción”. Karina apoya los dos recipientes en la mesa de acero quirúrgico, entre varios tarros vacíos, tapas y etiquetas sin usar; también hay tijeras y otras herramientas que usa a diario. Con ambas manos, desliza la escalera cromada de aluminio hasta el lugar indicado. Vuelve la mesa, agarra ambos tarros. Sube los escalones con el cuidado necesario y los coloca en el estante más alto.
- Má, dale que llegamos tarde – amenaza Iara desde la planta baja de la casa.
Como un espectador que ya conoce la película que está por empezar, Olvier mueve su cola negra y  cortada. Emite dos ladridos cortos.
- Pará que yo todavía no me terminé de peinar – responde Eric desde el baño.
Iara disimula, cada vez con menos esfuerzo, la dificultad para sostener la taza llena de chocolatada sin el dedo índice que le falta en la mano derecha. Eric la mira. Quiere decirle algo, no se anima. Son las siete y media, la luz clara apenas se aprecia a través las ventanas empañadas del comedor. Iara mira el hogar sin fuego ni troncos. Recuerda que en cuatro días se cumplirá un año desde el último día que vio a su papá.
Algunos minutos más tarde Karina le da arranque al Renault 19 azul marino desgastado. Maneja las diez cuadras de memoria. Estaciona en la esquina de la escuela. Con el motor encendido los chicos  la saludan, abren la puerta izquierda y se bajan sin llegar a cerrarla. Karina queda sola en el auto. Antes de arrancar, corrige el olvido de los niños y respira, siempre por la boca.
De vuelta en su casa, retoma su tarea. Baja las escaleras, había olvidado la luz prendida. Agarra dos tarros vacíos: uno mediano, otro más pequeño. Abre el cajón de la mesa, saca un par de guantes de látex, se los coloca en ambas manos. Guarda en uno de los bolsillos de su pantalón una pinza pequeña y una lupa. Respira y sube las escaleras. Olvier la espera jadeando. Esta vez no se va a dedicar a atesorar al perro.
Se acerca a la mesa de la cocina de madera, amplia y cuadrada, donde quedaron los restos del desayuno de los chicos. Descubre la taza blanca de Iara. La toma con cuidado con su mano izquierda. Con la derecha empieza a tantear el borde, observa su interior. La da vuelta. Un resto del líquido que quedaba en el fondo se vuelca. Karina choca los dientes, pero no se distrae. En la base de la taza encuentra un pelo rubio, corto. Con extrema delicadeza, como si el pelo fuese a quebrarse o, peor aún pudiese perderse, saca de su bolsillo la pinza. Toma el pelo y lo guarda dentro de un frasco. Lo cierra con fuerza. Lo apoya con delicadeza sobre la mesa. Respira, por la boca. Saca la lupa del mismo bolsillo e inspecciona la taza. Sostiene el recipiente y la lupa con la misma mano. Con la otra usa la pinza para capturar los diminutos restos de piel que encontró en el borde. No son más de cuatro o cinco sedimentos. Los agarra con la misma seriedad con la que un cirujano se dispone a coser, luego de una intervención quirúrgica. Los guarda en el tarro más pequeño. Respira, siempre por la boca.
Atesorar a Eric es lo que más la angustia. Sus preguntas filosas, directas, la incomodan. Por eso trata de dedicarse a él por las noches. Tampoco tiene alternativa. El mediodía llega cada vez más rápido: trámites, pagos pendientes, volver a buscar a los chicos, preparar la comida. Las tardes se reparten entre distintas actividades que sus hijos elijen hacer –Iara se apasiona en sus clases de pintura, a Eric nada lo entusiasma más correr detrás de una pelota– y ayudarlos con alguna tarea. La merienda no la puede aprovechar como ella querría, siempre corre el riesgo de ser descubierta.
Es jueves y el pollo al horno es devorado con urgencia y disfrute por los chicos. A los pocos minutos, Olvier quiebra los huesos con dificultad ante la falta de varios colmillos. Karina apoya la nuca contra el respaldo de la silla y entrecierra los ojos. Sabe que todavía le quedan tareas pendientes. Levanta los platos sucios de la mesa. No los lava. No sin antes inspeccionarlos. Los chicos miran la tele. Ella los mira. En silencio, llora. Siente que los ama y necesita, demasiado.
—¡Mamá! —grita Eric desde el sillón, estirando lo más que puede la última vocal.
Karina seca con los puños de su abrigo la evidencia de su tristeza. Respira. Antes de que llegue a esbozar una respuesta, Eric continúa, con la mirada fija en la tele.
—Me olvidé que para mañana me pidieron un frasco de vidrio para un experimento que vamos a hacer en Naturales.
—No te preocupes, amor. Dejame ver si en el sótano encuentro alguno.
Karina baja los escalones en dirección al subsuelo sin firmeza ni tranquilidad. Percibe un leve temblor al momento de apoyar cada pie en el escalón que sigue. Compensa esa inestabilidad aferrándose a la baranda de metal. Respira varias veces, por la boca. Apurada por la urgencia de resolver la demanda de su hijo junto con la necesidad rotunda de mantener su tarea en secreto, cree llegar al piso del subsuelo, pero tropieza con el último escalón. Pierde el equilibrio. Cae.
No es tanto el golpe seco del cuerpo delgado de su mamá al caer contra el suelo, como el estallido de vidrios lo que asusta a los chicos.
— ¿Mamá, qué pasó? —reaccionan los dos, temerosos y al unísono mientras miran a través de la puerta que da al sótano. Nadie responde. Deciden bajar en dirección a ese ambiente de la casa desconocido para ambos.
Una llave bien guardada y la advertencia encubierta aunque firme de Karina - “no pueden bajar ahí, está demasiado desordenado y se pueden lastimar” - había evitado por varios años que la curiosidad de los chicos los anime a cruzar la puerta en dirección al subsuelo.
— Má, ¿estás bien? – pregunta Iara con un tono todavía más débil que el habitual.
El silencio apresura el descenso de los chicos. Está todo muy oscuro. El intenso y agrio olor que asocian con la muerte los paraliza por unos segundos. Aunque precavidos, primero Iara y detrás suyo Eric, bajan por la escalera. En los últimos escalones antes de llegar al piso, Iara siente un crujido de vidrios rotos. Eric es quien se anima –no por falta de creatividad, sino por exceso de temor– a encender la pantalla de su celular para iluminar el sótano. Ahí mismo se encuentran con el cuerpo de su mamá, los estantes, la mesa, los tarros colmados de secretos.
La historia de ambos se desacomoda por completo al ver el nombre de su papá en diversos recipientes. Todos cerrados y llenos de partes de quien, hasta ese preciso momento y según palabras de su madre, los había abandonado para irse a vivir a otro país.
De inmediato ambos entienden los platos sucios, las inspecciones exhaustivas que su mamá hacía de su ropa, la cola cortada y los colmillos faltantes de Olvier, el dedo amputado de Iara. Entienden el abandono de su padre. Entienden la frase recurrente de su mamá: la mejor manera de no perder a alguien amado es atesorarlo.
Los dos chicos se miran, algo brilla en sus ojos. Mientras Eric cuida que su mamá no despierte, Iara sube las escaleras y se dirige al patio en busca del hacha con la que su papá cortaba troncos pequeños para encender el hogar.
 Pablo Ruocco

miércoles, 20 de julio de 2016

El tiempo sabe | CINOteca



Desde pequeño le habían enseñado que no se podía entrar a Los Bosques Sagrados, que era imposible llegar a ellos. De alguna manera allí estaba, sentado en un claro, rodeado de árboles blancos de hojas doradas, sentado sobre el pasto plateado, compartiendo una fogata con uno de los primeros nacidos. Aunque instantes atrás estaba disponiéndose para un día de trabajo, al cruzar la puerta y salir de su casa, como todos los días, no se encontró con la granja de la familia, sino que había entrado en el claro.
El Inmortal se mostraba sereno, como siempre. Si lo miraba con atención podía notar que era casi traslúcido, como un reflejo en el agua. Su túnica era de hojas entrelazadas y sus botas de corteza, llevaba un cinturón sin ornamentos. Lo llamativo era que a diferencia de nosotros los humanos, ni siquiera necesitaba llevar una daga. En encuentros anteriores le había explicado a Torov que verse amenazado por violencia física le resultaba risible; que mientras tuvieran la magia de su lado nada podría herirlos, ni siquiera el tiempo. Jamás sonreía o movía los labios, solo con la mirada, le hablaba directamente adentro de su cabeza. Era una sensación muy intensa que lo dejaba bastante mareado. De hecho le había dado a entender que le enviaba palabras en su propio lenguaje para no hacerle daño; que si intentara comunicarse como lo hacían, entre ellos, los inmortales, seguramente lo enloquecería por completo.
Algo en el fuego llamó su atención y sin darse cuenta estaba en el campo tapándose con una mano para cubrirse de los rayos del sol y sosteniendo el arado con la otra. Aunque años atrás su último caballo había muerto, por suerte podía manejar la pesada herramienta él solo sin ningún problema. Al parecer ya era el mediodía y había terminado todo el trabajo de la jornada. Las primeras visitas del Eterno fueron durante la noche y casi parecían sueños, en las últimas semanas se encontraba con el claro en toda dirección a la que se dirigía. Evidentemente su cuerpo seguía adelante con la rutina diaria como si nada, de hecho hacía las cosas mucho más rápido que antes y apenas se cansaba.
El frío de la noche lo envolvió repentinamente, ya no tenía nada en las manos y se sentó frente a la fogata nuevamente. Su sombra danzaba frenéticamente detrás de él, mientras el Primer Nacido no proyectaba ninguna. Sintió como si una mano invisible le levantara la mirada del fuego, que hace unos instantes era un sol, y lo llevara a mirar a los ojos que lo esperaban del otro lado de las llamas. Las palabras empezaron a llegar, como recuerdos que se imprimían en su mente en ese mismo instante.
-La historia del Primer Bosque es la historia de nuestro primer llanto. La génesis de nuestra tristeza, el comienzo del fin. Al día de hoy no puedo contar ese relato sin conmoverme. Me recuerda demasiado a toda la libertad que perdimos. Me hace doler la herida de la mortalidad a la que ustedes nos condenaron sin siquiera saberlo. Aunque una parte nuestra durará por siempre, ataron al mundo al ciclo del tiempo y cuando el planeta se extinga gran parte de nosotros se apagará también. El Primer Bosque era eterno y nosotros éramos uno con ello. Podíamos recorrer el continente sin salir de su abrigo. Si queríamos ver la luz del día o la belleza de las estrellas, teníamos que subir hasta la copa de sus árboles más altos y asomarnos por sobre el techo de follaje. En aquellos tiempos no habíamos perdido la inocencia.
El Inmortal siempre estaba allí sentado, esperándolo en el claro del Bosque Sagrado. A cada vuelta del camino, pasando cada puerta, detrás de cada parpadeo podía aparecer para empezar a enseñarle sobre la magia, el combate o la historia del mundo ¿Por qué lo hacía? No podía saberlo, no se animaba a cuestionar a ese ser, lo más parecido a un dios que había conocido en su vida. Por un momento vio uno de esos cambios imperceptibles que solo se notaban en los ojos. Parecían lo más real de toda su presencia y eran lo único que alguna vez cambiaba. Emanaban una tristeza tan intensa que lo hizo llorar, sintiendo una pena que jamás había imaginado posible.
         Se limpió las lágrimas con los puños y sobre la fogata había un caldero burbujeante. La taberna se encontraba atiborrada como rara vez ocurría, El Cruce era un pueblo tan pequeño que los locales y comercios no necesitaban nombres. La cosecha era la mejor en años y todos brindaban alegres porque la guerra con los salvajes no los había tocado. Unos forasteros del norte discutían acaloradamente con el dueño del molino. Cada vez pasaba más gente nueva desde el norte en dirección a la capital, siempre estaban hambrientos y malhumorados. Vació de un trago una jarra que no recordaba haber comprado y se sintió muy mareado. Cerró los ojos un momento y sintió que todo le daba vueltas, necesitaba aire fresco. Se levantó apresurado, mientras un líquido ácido le subía por la garganta; recibió unas palmadas en la espalda y se alejó de las risas de sus amigos que lo rodeaban. Al cruzar la puerta, el malestar se deshizo en un instante.
         Tenía un pie en el borde del claro y los ojos lo esperaban tristes pero incansables. Siempre era así, la historia seguía como si él nunca se hubiera ido.
         -Ni siquiera nos sabíamos jóvenes, para nosotros no existía el tiempo. La Sol y el Luna no se extrañaban, ni se dedicaban a perseguirse alrededor del mundo. Pero todo eso terminó el día que llegaron ustedes y se la llevaron para siempre. La princesa de la Sol era la más hermosa de todos nosotros, o así elegimos recordarla solo porque la perdimos. Ella encontró el fin del Primer Bosque, un claro y una lluvia que la llamaba desde allí. Se acercó a bañarse en ella y salió ingenuamente del bosque.
         Torov se acercó a la fogata sintiendo el frío del pasto a través de los harapos que alguna vez tuvieron la forma de botas, la túnica de lana cruda apenas lo abrigaba en ese bosque fuera del tiempo. Se rascó el enmarañado pelo marrón y volvió a su posición frente al calor y a la mirada que lo atravesaba y lo desnudaba; que lo hacía sentir diminuto, aunque era la persona más alta y corpulenta de toda la región. Hasta los caballeros que a veces subían por el camino real le parecían pequeños dentro de sus pesadas armaduras. Los ocelos le dieron una pausa a la historia y Torov miró la lumbre.
         La llama de la vela era lo último que iluminaba su cuarto, sus hermanos y su madre se encontraban ya dormidos. Sopló la candela que habían dejado en la ventana para guiarlo, se dirigió a su cama y se preparó para dormir. Todavía tenía un gusto muy amargo en la boca y le costaba caminar en línea recta. No estaba cansado pero se durmió en seguida.
         -Esa, sin embargo, no era una lluvia normal- Continuaba explicándole el Inmortal- esa lluvia eran ustedes como los veíamos en aquel entonces. Al principio las gotas le pasaban alrededor a una velocidad vertiginosa, cada una era una figura borrosa, fugaz y casi imperceptible. A medida que se concentraba podía prestarle atención a cada pizca de agua, a cada vida y el aguacero empezaba a caer más lento a su alrededor. Así, sin darse cuenta, entró al ciclo del tiempo y empezó a escuchar la música de la vida humana, a verlos nacer y crecer antes de que chocarán contra el suelo y perderlos para siempre. Lloró por todos ustedes y envejeció al ritmo de sus muertes. Si bien la vivieron como una diosa que los reinó durante incontables generaciones, para nosotros murió a los pocos pasos de salir del bosque.
         El claro que los rodeaba parecía cobrar vida, las copas de los árboles se agitaban con una fuerza vertiginosa y el viento parecía aullar como gritos desgarradores en la distancia. Veía que las llamas de la hoguera danzaban con una violencia inusitada que lo hacía sentir que los árboles giraban a su alrededor, estaba más mareado que nunca.
         -Pero lamentablemente se nos ha acabo una vez más el tiempo. Es hora de que viajes hacia el sur, ya no queda nada más para ti en este lugar- Las palabras del Eterno le taladraron la mente y le revolvieron el estómago, se dobló para vomitar y levantó la vista hacía la pira.
         Su pueblo, su hogar, todas las personas que habían conocido ardían en la distancia. Los que todavía estaban vivos lanzaban gritos desgarradores que se mezclaban con las risas y aullidos de los salvajes. Nunca había visto un incendio tan inmenso en su vida, pero desde el claro, en el que se había refugiado en las montañas, parecía una simple fogata.
        

         Lautaro Álamos

lunes, 18 de julio de 2016

Suicidio | CINOteca



La llamada que recibí esta tarde fue decisiva.
Me acuesto en la cama a mirar televisión, alguno de esos programas como los que pasan en el canal “Comedy Central”, me podría distraer, lo necesito, tengo que relajar, boludizar mi mente, sacarme de este día agitado. Pero, la llamada, dictó la sentencia.  Me estiro y me encojo sobre el cubre cama de lana que tejió mí tía Bertha. Aquel que me recibí como regalo de despedida, el día que cumplía dieciocho años. Pienso en mi infancia, ahora, el día que me iba del pueblo, parece tan cerca, hice lo que estaba planeado lo que hacen todos los chicos a mi edad en los pueblos, me vine a la fría ciudad de San Carlos de Bariloche, si hubiera sabido que giro darían las cosas... Con este tejido, mi tía, tuvo uno de los gestos que más le recuerdo. Eso y los buñuelitos, que preparaba en una olla inmensa de metal algo manchada y machacada, eran mis imágenes  ahora.  ¡Que deliciosos buñuelos! les rociaba tanta azúcar que los mates después, eran riquísimos. No me gusta el mate amargo, pero así, los pasaba con gusto. Preparaba los buñelitos para mí y mis cuatro hermanos menores, mientras cantaba canciones de Ana Belén y Maria, Elena Walsh. Esas cosas siempre se recuerdan, no sé porque la vida es tan selectiva con los recuerdos. Mientras me estoy hundiendo, observo esta casa, “la comodidad del hogar”, entre estas cuatro paredes con alguna marca de humedad en el techo, todo me resulta indiferente, estas paredes y su tono tristemente gastado de un ex amarillo clarito, me resultan extremadamente insípidos, sin sabor, como casi todo lo que me queda en esta vida. Si pienso en mis sueños, en lo que imaginé y en el lugar en el que estoy, volvería todo a cero, empezaría de nuevo, pero, ¿para qué? Es demasiado tarde para amar la vida.
La llamada casi se me corta, tal vez hubiese sido mejor, pero no, voy a levantarme de la cama de un salto y me pego tremendo golpe en la canilla. ¿Donde dejé el teléfono celular?, creo que lo dejé sobre la mesita de la sala. La que está junto a la puerta de entrada, frente a la ventana de la cocina. Esa ventana siempre me mantiene la casa iluminada, tendría que limpiarle los cristales, creo que no los limpio hace como un mes.  El teléfono suena y no lo atiendo al primer tono, ni tampoco al segundo…perdido en estos divagues, cuando atiendo, del otro lado solo se oye el silencio, una habitación vacía. ” La llamada decía privado”, puedo escuchar el ambiente del otro lado, se oye un aire que suena pero no sopla, se percibe alguien del otro lado, y si el estaba ahí. Primero, interrumpe el silencio una respiración y,  a continuación, casi inmediatamente, la voz del hombre.  El estaba ahí, ahora hablando en mi oído, con una voz gruesa, en ese momento lo supe, la confirmación llegó. Su voz ágilmente, avanza en mí, mientras tiemblo. A pesar de mi, me toma, me paraliza, el cuerpo casi no responde,  intento sostenerme. Pero caigo sin fuerza sobre el sillón. Las sensaciones son muchas,  profundas, quiero arrancármelas del cuerpo, siento que para sacarlas tengo que destrozarme la piel, la voz calla, se produce un silencio largo, hondo, profundo, no contesto enseguida, luego casi sin voz, digo gracias, y corto la llamada, me quedo estupefacto, observando el teléfono, con los ojos inmóviles, la pantalla comienza suavemente a perder luz, hasta que se apaga, mientras tanto, veo varias notificaciones del wathsapp, imagino a cuantas personas les voy a deber una charla, una disculpa, un por qué. Me observo a mí. Un momento mágico me desprende de mi cuerpo. Se crea en mi mente una escena irreal, en donde me veo por sobre mi cabeza, como si fuera otra persona la que observo, me veo con los ojos fijos en la pantalla del teléfono sin luz. Guardo el teléfono en el bolsillo de mi pantalón de jean, pero el bolsillos está bastante apretado. Hago fuerza para introducirlo, pero se topa con la billetera. Me cuesta meter el teléfono enseguida, en el otro no lo puedo guardar porque tengo las llaves y, me rayan la pantalla del celular. ¿Cómo puedo pensar estas cosas cotidianas en un momento así? Me tomo unos segundos y lo guardo con algo de energía que me apareció repentinamente. Estoy ido, como si no sintiera nada. El dorso de mi mano acaricia la pared. Con la otra mano, me tapo los ojos, rasco mi frente, me inclino hacia adelante. Por dentro, la angustia, me toma la garganta, me aprieta, me asfixia, me cuesta tragar. Tengo frio, estoy sudando, entra un chiflete terrible, por debajo de la puerta de madera enchapada. Aprieto los dientes, me duelen las encías, tengo gusto a sangre en la boca, me duelen los labios de tanto arrancarme las pielcitas muertas. Mi estómago se cierra, justo un poco por encima del ombligo y, por debajo del esternón. La mano en la pared se siente pesada, endurecida, los dedos me sudan. Apoyo la cabeza sobre mis brazos, el pelo cae por encima de estas, estoy tan cansado, hondamente agobiado, pero no brotan lágrimas, ni una. No sé cómo se llora. No sé llorar, sacar gotas de sal, dejarlas correr por mis mejillas, inundar mis pestañas, desbordarlas, mojar mis manos, salar mis labios, mezclarlos con mocos. ¡Qué utopía es para mí, un llanto desconsolado! Eso sería reparador, tal vez, me sanaría, quitaría un poco de esta carga, expulsaría de mi pecho el dolor, como si fuera el dolor tan solo burbujas, pequeñas gotitas. Ah, quién pudiera abrir así los pulmones, jadeando, eufórico, orgulloso de su llanto, como los niños que lo hacen frente a un espejo, acompañando las lagrimas que bailan en el aire hasta estrellarse con el piso, con esos gritos desconsolados, entrecortando el hilo de voz que se le escapa al llanto y el llanto que se escapa de las malas noticias.
Voy a preparar la cuerda con la que me voy a colgar. Hace cinco días esperaba este momento. Desde que me dieron la noticia y ahora la confirmación, se alzó la barrera. Agarro las llaves y, abro la puerta, me voy al supermercado, tengo que comprar algunas cosas. El ascensor tarda una eternidad, así que resuelvo bajar corriendo los dieciséis escalones de cada uno de los catorce pisos. Me cruzo al encargado, me ve agitado y me hace un chiste, pero no hago caso. Salgo a la calle, el sol me pega como un puño en la cara. En el supermercado de la esquina voy a poder comparar una botella de whiskey, el mejor que encuentre, total va a ser el último, no me debería preocupar más por la guita, hoy voy a necesitar unos cuantos tragos. Entro derecho, como caballo, sin mirar a nadie, veo las botellas de whiskey, frente a la góndola de vinos. Agarro un White Hourse y le doy un trago ahí mismo. No me gusta, lo dejo. Pruebo un Jack Daniel´s, le doy un trago, un poco mejor pero, tampoco me gusta… ¿a ver el Red Label? Bueno, este sí, ya estoy medio borracho, la suerte de ser flaquito, me pega enseguida, la tercera es la vencida, me lo llevo.
En la ferretería del Easy tienen de todo, menos whiskey. Sus góndolas inmensas, con hermosas y variadas opciones de cuerda me tienen… fabulosamente apasionado. Mientras paseo la mirada por cada una de las posibles opciones, vislumbro mi desenlace. Cuerdas muy rasposas… las descarto enseguida, después, otras muy finitas, dudo que puedan resistir el peso o temo, que puedan ser demasiado filosas y que, por la velocidad de mi caída, directamente pudieran sacarme la cabeza, cortarme el cuello en dos, no quiero eso…aunque la verdad, ¡qué importa!, pero bueno, no es tanto por mí, es por los demás, por el que me encuentre, bah. Finalmente opto por la clásica.Ya había tomado las medidas, me parece recordar que con dos metros de soga es más que suficiente, vivo en una de esas casas…jajaja… me causa gracia reconocer que vivo mientras planeo mi muerte. Como decía, vivo en una de esas casas que tienen techos altos y bigas al estilo New York City, como se puede ver en algunos Starbucks másomenos clásicos de Buenos Aires…que rico sería tomarse un café. Sale caro, pero total no voy a precisar dinero en los próximos… ¿milenios?
No encuentro un puto empleado para que me corte la cuerda. El mundo del autoservicio me tiene podrido. Hace que uno se mueva por laberintos de productos, eligiendo, como si no tuviera que pagar nada y al final, cuando se decide por algo concreto, no hay nadie que venga en tu auxilio… ¡nadie! Jajajajajaja!!! Como en la vida. La vida es un autoservicio, con suerte alguien te presta un poco de atención. Pero solo hasta que pagás y te vas. Eso voy a hacer, pienso: ya pagué, ahora me voy. Pero nadie me corta la cuerda y se hace tarde para pensar en otra forma de salida…

Vuelvo a la cama, fracasado, sin la cuerda, y con la esperanza absurda de que la ineptitud de los empleados del Easy, haya sido una señal. ¿Y si mañana recibo otra llamada que desmiente la anterior? Me duermo, hundiendo la cara en el almohadón de gamuza y, me invade un intenso olor a buñuelos.

Giorgos Capodistrias

viernes, 15 de julio de 2016

Barranco | CINOteca



El verano nos convierte en peces momentáneos y nos invita a nadar en aguas de las que no sabemos la profundidad ni la temperatura. Nos arrojamos a universos completamente desconocidos con tal de apagar el incendio y refrescar el infierno que rodea nuestro cuerpo. Hacen treinta y ocho grados centígrados y el sol raja la tierra. Al borde de un barranco altísimo me encuentro yo, medio agachado, medio encorvado, brazos estirados y palmas juntas, imitando la aleta de un tiburón humano. La cabeza apuntando al ombligo, como siempre me enseñaron que hay que posicionarse para lograr un clavado perfecto. Tras observar mi ombligo, su forma me parece extraña. Tal vez es por la sangre que está fluyendo hacia mi cabeza producto de la posición extraña. O tal vez, la partera que ayudó a mi mamá a parirme, estaba practicando cómo cortar un cordón umbilical. Porque es horriblemente pequeño y sin forma, pero jamás me había importado, hasta ahora. Es porque no quiero lanzarme al vacío y estoy buscando excusas tontas para quedarme seguro en tierra firme. 
-¡Vamos! ¡Lánzate! ¿O tienes miedo?- gritan mis amigos, que ya se encuentran en el agua. No se golpearon al caer y eso no tiene porque ocurrirme a mí. Pero siempre tuve mala suerte, como cuando a los ocho años, caí de un tercer escalón y me fracturé el coxis. O cuando estaba por dar mi primer beso, estando resfriado, al respirar rápido por la emoción y la excitación, un asqueroso moco verde fluo salió disparado, yendo a parar directamente al hermoso suéter que la chica llevaba puesto, quedando impactado en el medio de su pecho, cual bala asesina. Nunca pude olvidar su expresión de asco y repugnancia. Obviamente, el día de mi primer beso, no fue ése. Vuelvo al lugar donde estoy y dejo de viajar entre mis recuerdos. El miedo recorre mis venas como nunca antes. ¿Estoy temblando? Mis piernas se desequilibran y tiritan al ritmo del castañeo de mis dientes. El barranco mide veinte altos metros. Uno de mis pies resbala de la piedra y mi posición se descoloca totalmente. Quiero evitar lo inevitable pero no lo logro. Estoy cayendo en una posición extraña. Durante la extensa caída, mi corazón da un vuelco y se siente como cuando se está pronto a dormir, que te despiertas sobresaltado, pero a diferencia de este momento, te tranquilizas enseguida, porque sabes que estás en tu cama, protegido y sin estar cayendo de una altura insospechada. 
¿Estará fría el agua? Que importa, sólo quiero caer y ya. Cierro los ojos y presiono el pulgar y el índice sobre mis fosas nasales aunque voy a aspirar agua de todas maneras. El impacto se produce. El agua ingresa por mi nariz generando la horrible picazón y mini-asfixia característica. Mis manos son inútiles haciendo presión. Asomo la cabeza a la superficie, tomo una gran bocanada aliviadora y me doy cuenta de que estoy en el agua seguro, pero con el corazón en la boca. Me encuentro bien. Segundos después siento la adrenalina fluir a través del torrente sanguíneo y llegando a mis neuronas. Esto es la gloria, quiero lanzarme otra vez.

Martina Giacoboni