2º Premio en Narrativa del 6º Concurso Literario "Blanca López de Viglione" 2016,
Municipalidad de Esteban Echeverría
Municipalidad de Esteban Echeverría
Karina baja por la escalera hacia el
subsuelo. Demora un segundo en pasar de un escalón a otro. Lo hace con firmeza,
tranquila. La rutina de dicho ejercicio le fue dando seguridad al momento de
transportar los frascos desde la planta baja de su casa. Sostiene dos
recipientes con la mano izquierda. Con la derecha activa la tecla de la luz. El
tubo parpadea tres veces hasta encenderse de modo permanente. Se detiene y respira
por la boca antes de dirigirse hacia los estantes de metal, en donde otros
frascos –de distintos tamaños, según el contenido lo requiera– se encuentran
ordenados en hileras perfectas. En principio, según sus etiquetas: los nombres
de los cuatro integrantes de su familia. Después, según tamaño. En un estante
aparte, sobre la única pared de ladrillo a la vista, se ubican los etiquetados
con la palabra “excepción”. Karina apoya los dos recipientes en la mesa de
acero quirúrgico, entre varios tarros vacíos, tapas y etiquetas sin usar;
también hay tijeras y otras herramientas que usa a diario. Con ambas manos,
desliza la escalera cromada de aluminio hasta el lugar indicado. Vuelve la
mesa, agarra ambos tarros. Sube los escalones con el cuidado necesario y los
coloca en el estante más alto.
- Má, dale que llegamos tarde –
amenaza Iara desde la planta baja de la casa.
Como un espectador que ya conoce la
película que está por empezar, Olvier mueve su cola negra y cortada. Emite dos ladridos cortos.
- Pará que yo todavía no me terminé de
peinar – responde Eric desde el baño.
Iara disimula, cada vez con menos
esfuerzo, la dificultad para sostener la taza llena de chocolatada sin el dedo
índice que le falta en la mano derecha. Eric la mira. Quiere decirle algo, no
se anima. Son las siete y media, la luz clara apenas se aprecia a través las
ventanas empañadas del comedor. Iara mira el hogar sin fuego ni troncos. Recuerda
que en cuatro días se cumplirá un año desde el último día que vio a su papá.
Algunos minutos más tarde Karina le da
arranque al Renault 19 azul marino desgastado. Maneja las diez cuadras de
memoria. Estaciona en la esquina de la escuela. Con el motor encendido los
chicos la saludan, abren la puerta
izquierda y se bajan sin llegar a cerrarla. Karina queda sola en el auto. Antes
de arrancar, corrige el olvido de los niños y respira, siempre por la boca.
De vuelta en su casa, retoma su tarea.
Baja las escaleras, había olvidado la luz prendida. Agarra dos tarros vacíos:
uno mediano, otro más pequeño. Abre el cajón de la mesa, saca un par de guantes
de látex, se los coloca en ambas manos. Guarda en uno de los bolsillos de su
pantalón una pinza pequeña y una lupa. Respira y sube las escaleras. Olvier la
espera jadeando. Esta vez no se va a dedicar a atesorar al perro.
Se acerca a la mesa de la cocina de
madera, amplia y cuadrada, donde quedaron los restos del desayuno de los
chicos. Descubre la taza blanca de Iara. La toma con cuidado con su mano
izquierda. Con la derecha empieza a tantear el borde, observa su interior. La
da vuelta. Un resto del líquido que quedaba en el fondo se vuelca. Karina choca
los dientes, pero no se distrae. En la base de la taza encuentra un pelo rubio,
corto. Con extrema delicadeza, como si el pelo fuese a quebrarse o, peor aún
pudiese perderse, saca de su bolsillo la pinza. Toma el pelo y lo guarda dentro
de un frasco. Lo cierra con fuerza. Lo apoya con delicadeza sobre la mesa. Respira,
por la boca. Saca la lupa del mismo bolsillo e inspecciona la taza. Sostiene el
recipiente y la lupa con la misma mano. Con la otra usa la pinza para capturar
los diminutos restos de piel que encontró en el borde. No son más de cuatro o
cinco sedimentos. Los agarra con la misma seriedad con la que un cirujano se
dispone a coser, luego de una intervención quirúrgica. Los guarda en el tarro
más pequeño. Respira, siempre por la boca.
Atesorar a Eric es lo que más la
angustia. Sus preguntas filosas, directas, la incomodan. Por eso trata de
dedicarse a él por las noches. Tampoco tiene alternativa. El mediodía llega
cada vez más rápido: trámites, pagos pendientes, volver a buscar a los chicos,
preparar la comida. Las tardes se reparten entre distintas actividades que sus
hijos elijen hacer –Iara se apasiona en sus clases de pintura, a Eric nada lo
entusiasma más correr detrás de una pelota– y ayudarlos con alguna tarea. La
merienda no la puede aprovechar como ella querría, siempre corre el riesgo de
ser descubierta.
Es jueves y el pollo al horno es
devorado con urgencia y disfrute por los chicos. A los pocos minutos, Olvier quiebra
los huesos con dificultad ante la falta de varios colmillos. Karina apoya la
nuca contra el respaldo de la silla y entrecierra los ojos. Sabe que todavía le
quedan tareas pendientes. Levanta los platos sucios de la mesa. No los lava. No
sin antes inspeccionarlos. Los chicos miran la tele. Ella los mira. En
silencio, llora. Siente que los ama y necesita, demasiado.
—¡Mamá! —grita Eric desde el sillón,
estirando lo más que puede la última vocal.
Karina seca con los puños de su abrigo
la evidencia de su tristeza. Respira. Antes de que llegue a esbozar una
respuesta, Eric continúa, con la mirada fija en la tele.
—Me olvidé que para mañana me pidieron
un frasco de vidrio para un experimento que vamos a hacer en Naturales.
—No te preocupes, amor. Dejame ver si
en el sótano encuentro alguno.
Karina baja los escalones en dirección
al subsuelo sin firmeza ni tranquilidad. Percibe un leve temblor al momento de
apoyar cada pie en el escalón que sigue. Compensa esa inestabilidad aferrándose
a la baranda de metal. Respira varias veces, por la boca. Apurada por la
urgencia de resolver la demanda de su hijo junto con la necesidad rotunda de
mantener su tarea en secreto, cree llegar al piso del subsuelo, pero tropieza
con el último escalón. Pierde el equilibrio. Cae.
No es tanto el golpe seco del cuerpo delgado
de su mamá al caer contra el suelo, como el estallido de vidrios lo que asusta
a los chicos.
— ¿Mamá, qué pasó? —reaccionan los
dos, temerosos y al unísono mientras miran a través de la puerta que da al
sótano. Nadie responde. Deciden bajar en dirección a ese ambiente de la casa
desconocido para ambos.
Una llave bien guardada y la advertencia
encubierta aunque firme de Karina - “no pueden bajar ahí, está demasiado
desordenado y se pueden lastimar” - había evitado por varios años que la
curiosidad de los chicos los anime a cruzar la puerta en dirección al subsuelo.
— Má, ¿estás bien? – pregunta Iara con
un tono todavía más débil que el habitual.
El silencio apresura el descenso de
los chicos. Está todo muy oscuro. El intenso y agrio olor que asocian con la
muerte los paraliza por unos segundos. Aunque precavidos, primero Iara y detrás
suyo Eric, bajan por la escalera. En los últimos escalones antes de llegar al
piso, Iara siente un crujido de vidrios rotos. Eric es quien se anima –no por
falta de creatividad, sino por exceso de temor– a encender la pantalla de su
celular para iluminar el sótano. Ahí mismo se encuentran con el cuerpo de su
mamá, los estantes, la mesa, los tarros colmados de secretos.
La historia de ambos se desacomoda por
completo al ver el nombre de su papá en diversos recipientes. Todos cerrados y
llenos de partes de quien, hasta ese preciso momento y según palabras de su
madre, los había abandonado para irse a vivir a otro país.
De inmediato ambos entienden los
platos sucios, las inspecciones exhaustivas que su mamá hacía de su ropa, la
cola cortada y los colmillos faltantes de Olvier, el dedo amputado de Iara. Entienden
el abandono de su padre. Entienden la frase recurrente de su mamá: la mejor
manera de no perder a alguien amado es atesorarlo.
Los dos chicos se miran, algo brilla
en sus ojos. Mientras Eric cuida que su mamá no despierte, Iara sube las
escaleras y se dirige al patio en busca del hacha con la que su papá cortaba
troncos pequeños para encender el hogar.
Pablo Ruocco
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