lunes, 4 de julio de 2016

Penal | CINOteca



Eduardo tenía el campeonato en la punta de su botín. Último penal de la serie de cinco. Noventa minutos, más alargue, de desgaste. El césped reverdecía hacia la medianoche de diciembre. Desde la tribuna le llegaba un sonido diferente. Eran como trozos de canciones entonadas a destiempo; mezcladas con gritos, lamentos y súplicas. Parecían himnos religiosos acompañados por bombos, trompetas y gargantas disfónicas. Eduardo caminó hacia el área. El clamor de la hinchada era ensordecedor. Levantó la vista para buscar a sus compañeros que estaban cerca del círculo central del estadio, abrazados, algunos de rodillas, otros saltando en el lugar y todos con los ojos clavados en él. En él. Un defensor. Convertía, y eran campeones de la copa Sudamericana. Estaba a sólo tres pasos de los once al arco. Además del cansancio y de la edad avanzada, el corazón comenzó a patear con fuerza cuando pensó que su equipo hacía casi ocho años que no ganaba nada. Se encontró con la pelota. La gente enmudeció cuando sus manos colocaron el balón en el punto del penal. A Eduardo le pareció escuchar la respiración entrecortada de cada uno de los simpatizantes de Independiente. A medida que tomaba carrera, flashes como estrellas iluminaban el recorrido hacia la pelota. Él era un gladiador, como le decía “su” gente. Como si anduviera por su cadalso, la vida en imágenes era real, antes de un final… Recordó su llegada al club, sin gloria. La modestia y humildad del hombre-deportista y algún que otro gol salvador como defensor entrometido y arriesgado fue ganando la simpatía del exigente hincha del club de Avellaneda. Hoy un posible héroe. Esa noche, el Gladiador del tiro final.
 Miró al arquero brasileño, al alma. Sintió que sus piernas delgadas y fibrosas se tensaron. Con las manos en la cintura apretando fuerte la casaca azul que usaron en esa final, sonrió. Eduardo no bajó la mirada. Entre él y el arquero se formó un puente electrificado que sacaría del paro cardíaco a todo un estadio. Dejó que sus brazos colgaran sobre sus costados y empezó la carrera. Cada tranco era un latido. Revivió su partida de River, derrotado. Creyó que nunca más iba a volver a su país después de jugar en España. Volvió siendo un líder silencioso. Ya estaba a medio camino de sus pies y la pelota que lo aguardaba, cómplice. El silencio del estadio quemaba más que la noche infernal. Sintió que sus músculos cumplían con el máximo de tensión y pudo ver, sin mirar, que sus piernas se parecían mucho a los gestos de la gente: mandíbulas apretadas, ojos fijos, y sus gemelos tirantes.  Al fin, la punta de su botín derecho encaja perfecto en un ángulo inventado de la circunferencia de cuero. Como un beso alocado. Siguió su recorrido. El cuerpo elástico del arquero voló hacia el mismo lado. Cómo un cóndor protegiendo su nido. La pelota pasa por debajo del brazo izquierdo del arquero y choca en la red. Eduardo se recibe con honores de Gladiador. Un auténtico cántico diabólico estalla en el estadio.

Alejandra Olmedo


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