miércoles, 20 de julio de 2016

El tiempo sabe | CINOteca



Desde pequeño le habían enseñado que no se podía entrar a Los Bosques Sagrados, que era imposible llegar a ellos. De alguna manera allí estaba, sentado en un claro, rodeado de árboles blancos de hojas doradas, sentado sobre el pasto plateado, compartiendo una fogata con uno de los primeros nacidos. Aunque instantes atrás estaba disponiéndose para un día de trabajo, al cruzar la puerta y salir de su casa, como todos los días, no se encontró con la granja de la familia, sino que había entrado en el claro.
El Inmortal se mostraba sereno, como siempre. Si lo miraba con atención podía notar que era casi traslúcido, como un reflejo en el agua. Su túnica era de hojas entrelazadas y sus botas de corteza, llevaba un cinturón sin ornamentos. Lo llamativo era que a diferencia de nosotros los humanos, ni siquiera necesitaba llevar una daga. En encuentros anteriores le había explicado a Torov que verse amenazado por violencia física le resultaba risible; que mientras tuvieran la magia de su lado nada podría herirlos, ni siquiera el tiempo. Jamás sonreía o movía los labios, solo con la mirada, le hablaba directamente adentro de su cabeza. Era una sensación muy intensa que lo dejaba bastante mareado. De hecho le había dado a entender que le enviaba palabras en su propio lenguaje para no hacerle daño; que si intentara comunicarse como lo hacían, entre ellos, los inmortales, seguramente lo enloquecería por completo.
Algo en el fuego llamó su atención y sin darse cuenta estaba en el campo tapándose con una mano para cubrirse de los rayos del sol y sosteniendo el arado con la otra. Aunque años atrás su último caballo había muerto, por suerte podía manejar la pesada herramienta él solo sin ningún problema. Al parecer ya era el mediodía y había terminado todo el trabajo de la jornada. Las primeras visitas del Eterno fueron durante la noche y casi parecían sueños, en las últimas semanas se encontraba con el claro en toda dirección a la que se dirigía. Evidentemente su cuerpo seguía adelante con la rutina diaria como si nada, de hecho hacía las cosas mucho más rápido que antes y apenas se cansaba.
El frío de la noche lo envolvió repentinamente, ya no tenía nada en las manos y se sentó frente a la fogata nuevamente. Su sombra danzaba frenéticamente detrás de él, mientras el Primer Nacido no proyectaba ninguna. Sintió como si una mano invisible le levantara la mirada del fuego, que hace unos instantes era un sol, y lo llevara a mirar a los ojos que lo esperaban del otro lado de las llamas. Las palabras empezaron a llegar, como recuerdos que se imprimían en su mente en ese mismo instante.
-La historia del Primer Bosque es la historia de nuestro primer llanto. La génesis de nuestra tristeza, el comienzo del fin. Al día de hoy no puedo contar ese relato sin conmoverme. Me recuerda demasiado a toda la libertad que perdimos. Me hace doler la herida de la mortalidad a la que ustedes nos condenaron sin siquiera saberlo. Aunque una parte nuestra durará por siempre, ataron al mundo al ciclo del tiempo y cuando el planeta se extinga gran parte de nosotros se apagará también. El Primer Bosque era eterno y nosotros éramos uno con ello. Podíamos recorrer el continente sin salir de su abrigo. Si queríamos ver la luz del día o la belleza de las estrellas, teníamos que subir hasta la copa de sus árboles más altos y asomarnos por sobre el techo de follaje. En aquellos tiempos no habíamos perdido la inocencia.
El Inmortal siempre estaba allí sentado, esperándolo en el claro del Bosque Sagrado. A cada vuelta del camino, pasando cada puerta, detrás de cada parpadeo podía aparecer para empezar a enseñarle sobre la magia, el combate o la historia del mundo ¿Por qué lo hacía? No podía saberlo, no se animaba a cuestionar a ese ser, lo más parecido a un dios que había conocido en su vida. Por un momento vio uno de esos cambios imperceptibles que solo se notaban en los ojos. Parecían lo más real de toda su presencia y eran lo único que alguna vez cambiaba. Emanaban una tristeza tan intensa que lo hizo llorar, sintiendo una pena que jamás había imaginado posible.
         Se limpió las lágrimas con los puños y sobre la fogata había un caldero burbujeante. La taberna se encontraba atiborrada como rara vez ocurría, El Cruce era un pueblo tan pequeño que los locales y comercios no necesitaban nombres. La cosecha era la mejor en años y todos brindaban alegres porque la guerra con los salvajes no los había tocado. Unos forasteros del norte discutían acaloradamente con el dueño del molino. Cada vez pasaba más gente nueva desde el norte en dirección a la capital, siempre estaban hambrientos y malhumorados. Vació de un trago una jarra que no recordaba haber comprado y se sintió muy mareado. Cerró los ojos un momento y sintió que todo le daba vueltas, necesitaba aire fresco. Se levantó apresurado, mientras un líquido ácido le subía por la garganta; recibió unas palmadas en la espalda y se alejó de las risas de sus amigos que lo rodeaban. Al cruzar la puerta, el malestar se deshizo en un instante.
         Tenía un pie en el borde del claro y los ojos lo esperaban tristes pero incansables. Siempre era así, la historia seguía como si él nunca se hubiera ido.
         -Ni siquiera nos sabíamos jóvenes, para nosotros no existía el tiempo. La Sol y el Luna no se extrañaban, ni se dedicaban a perseguirse alrededor del mundo. Pero todo eso terminó el día que llegaron ustedes y se la llevaron para siempre. La princesa de la Sol era la más hermosa de todos nosotros, o así elegimos recordarla solo porque la perdimos. Ella encontró el fin del Primer Bosque, un claro y una lluvia que la llamaba desde allí. Se acercó a bañarse en ella y salió ingenuamente del bosque.
         Torov se acercó a la fogata sintiendo el frío del pasto a través de los harapos que alguna vez tuvieron la forma de botas, la túnica de lana cruda apenas lo abrigaba en ese bosque fuera del tiempo. Se rascó el enmarañado pelo marrón y volvió a su posición frente al calor y a la mirada que lo atravesaba y lo desnudaba; que lo hacía sentir diminuto, aunque era la persona más alta y corpulenta de toda la región. Hasta los caballeros que a veces subían por el camino real le parecían pequeños dentro de sus pesadas armaduras. Los ocelos le dieron una pausa a la historia y Torov miró la lumbre.
         La llama de la vela era lo último que iluminaba su cuarto, sus hermanos y su madre se encontraban ya dormidos. Sopló la candela que habían dejado en la ventana para guiarlo, se dirigió a su cama y se preparó para dormir. Todavía tenía un gusto muy amargo en la boca y le costaba caminar en línea recta. No estaba cansado pero se durmió en seguida.
         -Esa, sin embargo, no era una lluvia normal- Continuaba explicándole el Inmortal- esa lluvia eran ustedes como los veíamos en aquel entonces. Al principio las gotas le pasaban alrededor a una velocidad vertiginosa, cada una era una figura borrosa, fugaz y casi imperceptible. A medida que se concentraba podía prestarle atención a cada pizca de agua, a cada vida y el aguacero empezaba a caer más lento a su alrededor. Así, sin darse cuenta, entró al ciclo del tiempo y empezó a escuchar la música de la vida humana, a verlos nacer y crecer antes de que chocarán contra el suelo y perderlos para siempre. Lloró por todos ustedes y envejeció al ritmo de sus muertes. Si bien la vivieron como una diosa que los reinó durante incontables generaciones, para nosotros murió a los pocos pasos de salir del bosque.
         El claro que los rodeaba parecía cobrar vida, las copas de los árboles se agitaban con una fuerza vertiginosa y el viento parecía aullar como gritos desgarradores en la distancia. Veía que las llamas de la hoguera danzaban con una violencia inusitada que lo hacía sentir que los árboles giraban a su alrededor, estaba más mareado que nunca.
         -Pero lamentablemente se nos ha acabo una vez más el tiempo. Es hora de que viajes hacia el sur, ya no queda nada más para ti en este lugar- Las palabras del Eterno le taladraron la mente y le revolvieron el estómago, se dobló para vomitar y levantó la vista hacía la pira.
         Su pueblo, su hogar, todas las personas que habían conocido ardían en la distancia. Los que todavía estaban vivos lanzaban gritos desgarradores que se mezclaban con las risas y aullidos de los salvajes. Nunca había visto un incendio tan inmenso en su vida, pero desde el claro, en el que se había refugiado en las montañas, parecía una simple fogata.
        

         Lautaro Álamos

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