Desde pequeño le habían enseñado que no se podía entrar
a Los Bosques Sagrados, que era imposible llegar a ellos. De alguna manera allí
estaba, sentado en un claro, rodeado de árboles blancos de hojas doradas,
sentado sobre el pasto plateado, compartiendo una fogata con uno de los
primeros nacidos. Aunque instantes atrás estaba disponiéndose para un día de
trabajo, al cruzar la puerta y salir de su casa, como todos los días, no se
encontró con la granja de la familia, sino que había entrado en el claro.
El Inmortal se mostraba sereno, como siempre. Si lo
miraba con atención podía notar que era casi traslúcido, como un reflejo en el
agua. Su túnica era de hojas entrelazadas y sus botas de corteza, llevaba un
cinturón sin ornamentos. Lo llamativo era que a diferencia de nosotros los
humanos, ni siquiera necesitaba llevar una daga. En encuentros anteriores le
había explicado a Torov que verse amenazado por violencia física le resultaba
risible; que mientras tuvieran la magia de su lado nada podría herirlos, ni
siquiera el tiempo. Jamás sonreía o movía los labios, solo con la mirada, le
hablaba directamente adentro de su cabeza. Era una sensación muy intensa que lo
dejaba bastante mareado. De hecho le había dado a entender que le enviaba
palabras en su propio lenguaje para no hacerle daño; que si intentara comunicarse
como lo hacían, entre ellos, los inmortales, seguramente lo enloquecería por
completo.
Algo en el fuego llamó su atención y sin darse cuenta
estaba en el campo tapándose con una mano para cubrirse de los rayos del sol y
sosteniendo el arado con la otra. Aunque años atrás su último caballo había
muerto, por suerte podía manejar la pesada herramienta él solo sin ningún
problema. Al parecer ya era el mediodía y había terminado todo el trabajo de la
jornada. Las primeras visitas del Eterno fueron durante la noche y casi
parecían sueños, en las últimas semanas se encontraba con el claro en toda
dirección a la que se dirigía. Evidentemente su cuerpo seguía adelante con la
rutina diaria como si nada, de hecho hacía las cosas mucho más rápido que antes
y apenas se cansaba.
El frío de la noche lo envolvió repentinamente, ya no
tenía nada en las manos y se sentó frente a la fogata nuevamente. Su sombra
danzaba frenéticamente detrás de él, mientras el Primer Nacido no proyectaba
ninguna. Sintió como si una mano invisible le levantara la mirada del fuego,
que hace unos instantes era un sol, y lo llevara a mirar a los ojos que lo
esperaban del otro lado de las llamas. Las palabras empezaron a llegar, como
recuerdos que se imprimían en su mente en ese mismo instante.
-La historia del Primer Bosque es la historia de nuestro
primer llanto. La génesis de nuestra tristeza, el comienzo del fin. Al día de
hoy no puedo contar ese relato sin conmoverme. Me recuerda demasiado a toda la
libertad que perdimos. Me hace doler la herida de la mortalidad a la que
ustedes nos condenaron sin siquiera saberlo. Aunque una parte nuestra durará
por siempre, ataron al mundo al ciclo del tiempo y cuando el planeta se extinga
gran parte de nosotros se apagará también. El Primer Bosque era eterno y nosotros
éramos uno con ello. Podíamos recorrer el continente sin salir de su abrigo. Si
queríamos ver la luz del día o la belleza de las estrellas, teníamos que subir
hasta la copa de sus árboles más altos y asomarnos por sobre el techo de
follaje. En aquellos tiempos no habíamos perdido la inocencia.
El Inmortal siempre estaba allí sentado, esperándolo en
el claro del Bosque Sagrado. A cada vuelta del camino, pasando cada puerta,
detrás de cada parpadeo podía aparecer para empezar a enseñarle sobre la magia,
el combate o la historia del mundo ¿Por qué lo hacía? No podía saberlo, no se
animaba a cuestionar a ese ser, lo más parecido a un dios que había conocido en
su vida. Por un momento vio uno de esos cambios imperceptibles que solo se
notaban en los ojos. Parecían lo más real de toda su presencia y eran lo único
que alguna vez cambiaba. Emanaban una tristeza tan intensa que lo hizo llorar,
sintiendo una pena que jamás había imaginado posible.
Se limpió las lágrimas con los puños y
sobre la fogata había un caldero burbujeante. La taberna se encontraba
atiborrada como rara vez ocurría, El Cruce era un pueblo tan pequeño que los
locales y comercios no necesitaban nombres. La cosecha era la mejor en años y
todos brindaban alegres porque la guerra con los salvajes no los había tocado.
Unos forasteros del norte discutían acaloradamente con el dueño del molino.
Cada vez pasaba más gente nueva desde el norte en dirección a la capital,
siempre estaban hambrientos y malhumorados. Vació de un trago una jarra que no
recordaba haber comprado y se sintió muy mareado. Cerró los ojos un momento y
sintió que todo le daba vueltas, necesitaba aire fresco. Se levantó apresurado,
mientras un líquido ácido le subía por la garganta; recibió unas palmadas en la
espalda y se alejó de las risas de sus amigos que lo rodeaban. Al cruzar la
puerta, el malestar se deshizo en un instante.
Tenía un pie en el borde del claro y
los ojos lo esperaban tristes pero incansables. Siempre era así, la historia
seguía como si él nunca se hubiera ido.
-Ni siquiera nos sabíamos jóvenes, para
nosotros no existía el tiempo. La Sol y el Luna no se extrañaban, ni se
dedicaban a perseguirse alrededor del mundo. Pero todo eso terminó el día que
llegaron ustedes y se la llevaron para siempre. La princesa de la Sol era la
más hermosa de todos nosotros, o así elegimos recordarla solo porque la
perdimos. Ella encontró el fin del Primer Bosque, un claro y una lluvia que la
llamaba desde allí. Se acercó a bañarse en ella y salió ingenuamente del bosque.
Torov se acercó a la fogata sintiendo
el frío del pasto a través de los harapos que alguna vez tuvieron la forma de
botas, la túnica de lana cruda apenas lo abrigaba en ese bosque fuera del
tiempo. Se rascó el enmarañado pelo marrón y volvió a su posición frente al
calor y a la mirada que lo atravesaba y lo desnudaba; que lo hacía sentir
diminuto, aunque era la persona más alta y corpulenta de toda la región. Hasta
los caballeros que a veces subían por el camino real le parecían pequeños
dentro de sus pesadas armaduras. Los ocelos le dieron una pausa a la historia y
Torov miró la lumbre.
La llama de la vela era lo último que
iluminaba su cuarto, sus hermanos y su madre se encontraban ya dormidos. Sopló
la candela que habían dejado en la ventana para guiarlo, se dirigió a su cama y
se preparó para dormir. Todavía tenía un gusto muy amargo en la boca y le
costaba caminar en línea recta. No estaba cansado pero se durmió en seguida.
-Esa, sin embargo, no era una lluvia
normal- Continuaba explicándole el Inmortal- esa lluvia eran ustedes como los
veíamos en aquel entonces. Al principio las gotas le pasaban alrededor a una
velocidad vertiginosa, cada una era una figura borrosa, fugaz y casi
imperceptible. A medida que se concentraba podía prestarle atención a cada
pizca de agua, a cada vida y el aguacero empezaba a caer más lento a su
alrededor. Así, sin darse cuenta, entró al ciclo del tiempo y empezó a escuchar
la música de la vida humana, a verlos nacer y crecer antes de que chocarán
contra el suelo y perderlos para siempre. Lloró por todos ustedes y envejeció al
ritmo de sus muertes. Si bien la vivieron como una diosa que los reinó durante
incontables generaciones, para nosotros murió a los pocos pasos de salir del
bosque.
El claro que los rodeaba parecía cobrar
vida, las copas de los árboles se agitaban con una fuerza vertiginosa y el
viento parecía aullar como gritos desgarradores en la distancia. Veía que las
llamas de la hoguera danzaban con una violencia inusitada que lo hacía sentir
que los árboles giraban a su alrededor, estaba más mareado que nunca.
-Pero
lamentablemente se nos ha acabo una vez más el tiempo. Es hora de que viajes
hacia el sur, ya no queda nada más para ti en este lugar- Las palabras del
Eterno le taladraron la mente y le revolvieron el estómago, se dobló para vomitar
y levantó la vista hacía la pira.
Su pueblo, su hogar, todas las personas
que habían conocido ardían en la distancia. Los que todavía estaban vivos
lanzaban gritos desgarradores que se mezclaban con las risas y aullidos de los
salvajes. Nunca había visto un incendio tan inmenso en su vida, pero desde el
claro, en el que se había refugiado en las montañas, parecía una simple fogata.
Lautaro Álamos
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